Hay una diferencia, grande, enorme, entre ayudar y aportar. Y me diréis, “ya, es evidente”… mmm, yo no lo tengo tan claro.
Veréis, os pongo en contexto. Con todo ese amor que tienes en tu corazón, con la sensación de que estás aquí para algo más que ir a trabajar y tu rutina de cada día, dejas que tu bondad se desborde, que tu creatividad se dispare y llegas a la conclusión de que lo tuyo es ayudar a la gente. Normal, todos tenemos ese vínculo de unión a la humanidad.
Y te pones a hacerlo. Ayudas a uno, a otro, incluso haces cosas por los demás que no deberías, por el motivo que sea: que tú lo haces más rápido, que te dicen que ellos no saben hacerlo… Y llega el día en el que te encuentras que la ilusión inicial de ayudar a los demás se ha convertido en una lacra que te pesa, tanto, que te quema.
«¿y qué ha pasado? —te preguntas— será que esto no es lo mío» sigues pensando.
Y cuando te das cuenta flipas. ¿Te identificas?
Para que todo funcione hay que poner límites, saber a dónde llegas tú y dónde llegan los demás. Saber qué aportas tú y los demás. Y lo más importante, que cada uno, con esa ayudita, arranque y comience a hacer su porción, comience a aportar al equipo.
Si no quieres que los créditos de tu labor se los lleven otros simplemente por tu buen corazón, recuerda, pon límites. Te hacen bien a ti y a los que intentas ayudar.